208
Así
como, lo sepamos o no, todos tenemos una metafísica, así también,
lo queramos o no, todos tenemos una moral. Yo tengo una moral muy
simple-- no hacer ni bien ni mal a nadie. No hacerle mal a nadie,
porque no sólo reconozco en los otros el mismo derecho que juzgo que
a mí me corresponde de que no me molesten, sino porque me parece que
bastan los males naturales para todo el mal que haya de existir en el
mundo. Vivimos todos, en este mundo, a bordo de un navío salido de
un puerto que desconocemos hacia un puerto que ignoramos; debemos
tener los unos con los otros una amabilidad de compañeros de viaje.
No hacerle bien a nadie, porque no sé en qué consiste el bien, ni
si lo hago cuando creo que lo estoy haciendo. ¿Sé acaso yo los
males que provoco si doy una limosna? ¿Sé acaso yo los males que
provoco si educo o instruyo? Ante la duda, me abstengo. Y hasta me
parece que auxiliar o aclarar no es, en cierto modo, sino hacer el
mal de intervenir en vida ajena. La bondad es un capricho
temperamental: no tenemos el derecho de hacer a los demás víctimas
de nuestros caprichos, aunque sean de humanidad o de ternura. Los
beneficios son cosas que se infligen; por eso abomino de ellos
fríamente.
Si no hago el bien, por moral, tampoco exijo que a mí me lo hagan. Si enfermo, lo que más me fastidia es que obligo a alguien a tratarme, cosa que a mí me repugnaría hacer con otro. Nunca visité a un amigo enfermo. Siempre que, estando yo enfermo, me visitaron, sufrí cada visita como una molestia, un insulto, una violación injustificable de mi decisiva intimidad. No me gusta que me den cosas; parece que con eso quisieran obligarme a que yo las dé también-- a los mismos o a otros, sean quienes fueren.
Soy altamente sociable de una manera altamente negativa. Soy la inofensividad encarnada. Pero no soy más que eso, no quiero ser más que eso, no puedo ser más que eso. Tengo con todo lo que existe una ternura visual, una cariño de la inteligencia-- nada en el corazón. No tengo fe en nada, esperanza en nada, caridad para nada. Abomino con náusea y con asombro de los sinceros de todas las sinceridades y de los místicos de todos los misticismos o, antes y mejor, de las sinceridades de todos los sinceros y de los misticismos de todos los místicos. Esa náusea llega a ser casi física cuando esos misticismos son activos, cuando pretenden convencer la inteligencia ajena, o mover la voluntad ajena, o encontrar la verdad o reformar el mundo.
Me considero feliz por no tener parientes. Así no me veo en la obligación, que inevitablemente me fastidiaría, de tener que amar a alguien. No tengo saudade si no es literariamente. Recuerdo mi infancia con lágrimas, pero son lágrimas rítmicas, donde ya se prepara la prosa. La recuerdo como una cosa externa y a través de cosas externas; sólo recuerdo cosas externas. No es el sosiego de las veladas provincianas lo que me enternece de la infancia que en ellas viví, es la mesa dispuesta para el té, son los bultos de los muebles por la casa, son las caras y los gestos físicos de las personas. Es de los cuadros de lo que tengo saudades. Por eso, lo mismo me enternece mi infancia que la de cualquier otro: ambas son, en el pasado que no sé lo que es, fenómenos puramente visuales, que siento con la atención literaria. Me enternezco, sí, pero no porque recuerdo, sino porque veo.
Nunca amé a nadie. Lo más que he llegado a amar es a sensaciones mías-- estados de la visualidad consciente, impresiones de la audición despierta, perfumes que son una manera de hablar conmigo la humildad del mundo exterior, de decirme cosas del pasado (tan fácil de recordar por los olores)--, esto es, de darme más realidad, más emoción que el simple pan cociéndose allá adentro en el fondo de la panadería, como aquella tarde lejana en que venía del entierro del tío que tanto me quería y había en mí de una manera vaga la ternura de una alivio no sé bien de qué.
Esta es mi moral, o mi metafísica, o yo: Transeúnte de todo-- hasta de mi propia alma--, no pertenezco a nada, no deseo nada, no soy nada-- centro abstracto de sensaciones impersonales, espejo caído que siente orientado hacia la variedad del mundo. Con esto, no sé si soy feliz o infeliz; y tampoco me importa.
Si no hago el bien, por moral, tampoco exijo que a mí me lo hagan. Si enfermo, lo que más me fastidia es que obligo a alguien a tratarme, cosa que a mí me repugnaría hacer con otro. Nunca visité a un amigo enfermo. Siempre que, estando yo enfermo, me visitaron, sufrí cada visita como una molestia, un insulto, una violación injustificable de mi decisiva intimidad. No me gusta que me den cosas; parece que con eso quisieran obligarme a que yo las dé también-- a los mismos o a otros, sean quienes fueren.
Soy altamente sociable de una manera altamente negativa. Soy la inofensividad encarnada. Pero no soy más que eso, no quiero ser más que eso, no puedo ser más que eso. Tengo con todo lo que existe una ternura visual, una cariño de la inteligencia-- nada en el corazón. No tengo fe en nada, esperanza en nada, caridad para nada. Abomino con náusea y con asombro de los sinceros de todas las sinceridades y de los místicos de todos los misticismos o, antes y mejor, de las sinceridades de todos los sinceros y de los misticismos de todos los místicos. Esa náusea llega a ser casi física cuando esos misticismos son activos, cuando pretenden convencer la inteligencia ajena, o mover la voluntad ajena, o encontrar la verdad o reformar el mundo.
Me considero feliz por no tener parientes. Así no me veo en la obligación, que inevitablemente me fastidiaría, de tener que amar a alguien. No tengo saudade si no es literariamente. Recuerdo mi infancia con lágrimas, pero son lágrimas rítmicas, donde ya se prepara la prosa. La recuerdo como una cosa externa y a través de cosas externas; sólo recuerdo cosas externas. No es el sosiego de las veladas provincianas lo que me enternece de la infancia que en ellas viví, es la mesa dispuesta para el té, son los bultos de los muebles por la casa, son las caras y los gestos físicos de las personas. Es de los cuadros de lo que tengo saudades. Por eso, lo mismo me enternece mi infancia que la de cualquier otro: ambas son, en el pasado que no sé lo que es, fenómenos puramente visuales, que siento con la atención literaria. Me enternezco, sí, pero no porque recuerdo, sino porque veo.
Nunca amé a nadie. Lo más que he llegado a amar es a sensaciones mías-- estados de la visualidad consciente, impresiones de la audición despierta, perfumes que son una manera de hablar conmigo la humildad del mundo exterior, de decirme cosas del pasado (tan fácil de recordar por los olores)--, esto es, de darme más realidad, más emoción que el simple pan cociéndose allá adentro en el fondo de la panadería, como aquella tarde lejana en que venía del entierro del tío que tanto me quería y había en mí de una manera vaga la ternura de una alivio no sé bien de qué.
Esta es mi moral, o mi metafísica, o yo: Transeúnte de todo-- hasta de mi propia alma--, no pertenezco a nada, no deseo nada, no soy nada-- centro abstracto de sensaciones impersonales, espejo caído que siente orientado hacia la variedad del mundo. Con esto, no sé si soy feliz o infeliz; y tampoco me importa.
Bernardo Soares, ayudante de tenedor de libros en la ciudad de Lisboa
Heterónimo de Fernando Pessoa. El fragmento es del Libro del desasosiego en la traducción de Perfecto E. Cuadrado que sigue la edición de Richard Zenith.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario